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El nombre de Gregorio de Nacianzo (330-390) suele asociarse al de otro Gregorio, el Niseno, y a Basilio Magno, formando así la triada de los que se ha dado en llamar "las lumbreras de Capadocia". Menos especulativo que su homónimo, y poco dispuesto a la acción, a diferencia de su amigo Basilio, Gregorio Nacianceno destacó, sin embargo, sobre ambos y en toda la Antigüedad cristiana por su elocuencia, que le mereció el título de "Demóstenes cristiano". Fue asimismo literato muy refinado, y trato de compaginar la cultura literaria con la vida ascética y solitaria a la que se sentía llamado y a la que retornava en cuanto podía. Varias veces en el transcurso de su vida se vio obligado a hacer violencia a su carácter, como aceptar la ordenación sacerdotal de manos de su padre, obispo de Nacianzo, para ayudarle en le gobierno de la diócesis, y posteriormente al ser consagrado él mismo obispo de Basilio; ministerio, este último, que sin embargo ejerció tan sólo poco tiempo, tanto en Nacianzo como en Constantinopla. Escritor sumamente dotado, no compuso auténticos tratados dogmáticos o comentarios bíblicos, si bien ambos géneros figuran en su amplia producción, que abarca discursos, poemas y muchas cartas. De sus 45 discursos, todos ellos de valor inestimable, se recogen en esta obra los tres que conciernen al ciclo de la Natividad, ed decir: el n{486} 38 sobre la Navidad, el n{486} 39 sobre la Epifanía y el n{486} 40 sobre el bautismo del Señor. Los tres fueron pronunciados entre el 379 y el 381. Se trata de unas homilías de gran profundidad teológica y pastoral, que dejan entrever esa fe y doctrina "con las cuales -según Rufino- no puede dejar de concordar todo aquel que quiera definirse ortodoxo", y que han merecido con toda justicia a su autor el título de "Teólogo" y la autoridad manifiesta e indiscutible de la que siempre ha gozado aun mucho más allá de las fronteras de la Iglesia griega. La traducción de los textos, que Isabel Garzón ha realizado sobre los textos recogidos en el volumen XXXVI de la Patrologia griega, de J.B. Migne (col. 311-425), ofrece una lectura moderna, de estilo sobrio, que logra siempre resolver las esperezas de expresión de la nada fácil sintaxis del autor